Lorca
Lorca, tras la estela de una tragedia
miércoles, 14 de mayo de 2011
Con las primeras luces del alba comienzo a preparar los pocos enseres que he decidido me acompañen (bolígrafo, cuaderno de notas, gafas, mi inseparable gorra, mi cámara de fotos y por supuesto, calzado cómodo y prendas ligeras).
Mi casa está situada a unos 100 kilómetros del lugar de la tragedia, Lorca.
Confieso que a pesar de la cercanía no conozco la zona, aunque sí he pasado con motivo de otros viajes (Sevilla, Granada, Málaga…) cerca de esta ciudad. Mezcla de culturas y encrucijada de caminos, ostentando el meritorio título de Conjunto Histórico-Artístico gracias a su legado arquitectónico, verdadero emblema del barroco español.
Durante el trayecto el mar con ese azul que comienza a imaginarse va quedando a mi izquierda. La carretera es despejada y mis pensamientos abandonándose entre bellos paisajes de mar y montaña que parecen se van inventando para mí.
Apenas una hora ha transcurrido y a medida que me voy aproximando se va haciendo patente el trasiego de coches y vehículos. La ciudad ya se divisa al fondo. Lo primero que se nos descubre a lo lejos y frente a nosotros es la conocida como Fortaleza del Sol, bastión defensivo que marcó durante siglos la frontera entre el reino cristiano y el musulmán, atalaya que es la seña de identidad de la ciudad y su territorio.
Un paseo amplio donde cientos de vehículos en caravana nos vamos agolpando en el acceso a la ciudad. Apenas se avanza pero el tiempo de espera entre arrancada y arrancada es imperceptible. La vista se pierde buscando los detalles de la tragedia entre las fachadas de las primeras viviendas.
Observo personas formando corros, hablando, saludándose. Seguramente compartiendo sus particulares odiseas. Ante mí comienzan a aparecer los primeros estigmas de la tragedia. Fachadas apuntaladas, zonas cercadas y precintadas, bajos de edificios totalmente abiertos dejando desnudos los pilares. Es en ese momento donde uno comienza a adquirir conciencia del horror vivido por estas personas.
Quiero llegar, ya siento el deseo de mezclarme con la gente, respirar esas calles, captar (si es que con una simple cámara ello es posible) todo el dolor y toda la tragedia que se vivió.
No sé dónde debo aparcar, ni tan siquiera donde debo dirigirme. Ignoro si estoy cerca o lejos del lugar donde me gustaría estar. Hay muchas fuerzas del orden (Guardia Civil; Policía Nacional; Policía Local…) que van indicando y desviando a los vehículos por accesos señalizados al efecto. Intento pasar el control para adentrarme en el casco de la ciudad. Finalmente consigo separarme del resto de la caravana y dirigirme, llevado del sentido de curiosidad, hacía otro lugar. He llegado a una calle de las principales del núcleo urbano y es ahí donde decido aparcar el vehículo y disponerme a «empaparme» de emociones.
La calle es amplia, atravesada por una vía con doble sentido de circulación. Edificios relativamente nuevos de varias plantas. En los bajos comerciales se van sucediendo bancos, establecimientos de moda, bares, cafeterías, locales comerciales. Toda la calle dispone de mobiliario urbano y elementos decorativos que la embellecen: jardineras cuidadas, farolas… Da la sensación de ser una calle de las llamadas principales, una arteria de paso obligado.
Lo primero que uno descubre al bajarse del vehículo es una extraña sensación, un escalofrío que recorre todo el cuerpo, al contemplar, en una primera mirada los daños de esas construcciones. Grietas en todas las fachadas; unas mayores otras menores. Grietas que como cicatrices atraviesan en todos los sentidos y direcciones las fachadas de todos inmuebles. Montones de escombros que están siendo recogidos por las cuadrillas de hombres que afanosamente están trabajando. A medida que voy recorriendo la calle voy reparando en escenas que captan mi atención. Escenas que en otro momento o lugar hubieran pasado desapercibidas. Una chica en la puerta de un establecimiento que callada contempla la escena, acaso pensando y recordando el fatídico momento cuando tembló la tierra bajo sus pies; dos personas que seguramente no se habían visto desde entonces fundiéndose en un sentido y solidario abrazo; una madre que lleva a su hijo agarrado de la mano quizá más cercano que nunca…
A medida que van pasando los momentos y se va superando ese primer impacto visual, comienzo a caminar dejándome llevar de ese sentido natural de orientación que uno se reconoce a sí mismo. Todas las calles están cortadas o precintadas en su totalidad o en una buena parte de ellas. Las personas se reúnen en grupos –tertulias urbanas improvisadas– donde el tema de conversación es el mismo en cualquiera de sus múltiples variables.
El trabajo de limpieza y aseguramiento de las zonas peligrosas por parte de los equipos de trabajadores destinados a ello es ágil. Se trabaja con aparente organización, unos amontonan escombros, otros fijan paredes y fachadas, otros descuelgan definitivamente trozos de cornisas y revestimientos que caen produciendo sonoros estruendos al chocar contra el suelo. Profesionales con cascos blancos que “auscultan” las “dolencias” de todos y cada uno de los edificios, marcando con colores, como en la vida, (el verde: la esperanza; el mañana, el rojo: el dolor… el derribo) los instantes que vamos viviendo.
El trasiego de personas y vehículos el grande. Sin embargo se respira en el ambiente un clima de vuelta a la normalidad. Los bares comienzan a llenarse; las tiendas van recuperando su habitual trajín.
Los rincones y las formas imposibles dejadas tras el temblor en casi todas las construcciones de todo tipo, comienzan a captar mi atención tras el primer impacto.
Con la cámara en la mano voy dejándome llevar. Es como si mis pies fueran siguiendo el rastro de miedo dejado por lo que a buen seguro tuvieron que ser aquellos interminables segundos de angustia e incertidumbre.
Voy pasando tras algunos precintos y me cuelo en iglesias que están siendo apuntaladas por los trabajadores que me miran con cierta extrañeza; en portales de edificios donde no hay nadie porque todos tuvieron de salir con lo puesto; en entradas a garajes donde la puerta solo se puede intuir entre el escombro; un graffiti llama mi atención (la imagen de una niña escribiendo) ya que la casualidad ha querido que imagen y escombro construyan un solo momento donde simbólicamente la niña parece estar pintando sobre el escombro; torres y campanarios «heridas de muerte» atravesadas por enormes grietas; fachadas totalmente derruidas formando un montón de escombro que impide ver la otra vivienda…
Un largo etcétera de momentos y sensaciones que ninguna cámara seguramente jamás podrá ser capaz de captar.
Quiero más, quiero adentrarme en las zonas donde el acceso es imposible. En aquellos lugares donde el horror se cebó. Lugares que permanecen total y absolutamente sellados al público.
Pienso que lo mejor, sin ambages ni rodeos es dirigirme al Ayuntamiento y presentarme a alguna autoridad correspondiente al objeto de solicitar me asignen una persona que me facilite dicho acceso. No en vano mi intención es intentar, en un sincero ejercicio solidario, mostrar y compartir el dolor dejado por este azote de tragedia. Al llegar a la Plaza del Ayuntamiento, comprendo que mis intenciones pueden esperar, son infinitamente secundarias, que no tiene ninguna importancia en comparación a lo que mis ojos ven. Cientos de personas haciendo colas interminables que atraviesan la plaza de lado a lado. Personas que buscan una silla con una mesa donde apoyarse para poder escribir. Personas que explican y detallan a otras personas cómo hacer aquello que deben de hacer. Están rellenando formularios y documentos donde tienen que explicar y detallar todos los desperfectos de todo cuanto tenían, que en mayor o menor medida a todos afecta. Los hay que lo han perdido todo; con otros la fuerza de la naturaleza habrá sido un poco más compasiva. En las caras de todos se refleja esa resignada actitud que, acaso sin demasiada esperanza, decide volver a confiar en que todo pueda ayudar a volver a la ansiada y necesitada normalidad.
Esa plaza donde hoy todo el mundo escribe, también y como paradoja del destino, tiene una placa dedicada del pueblo de Lorca al genio de las letras D. Miguel de Cervantes.
La cola de personas es grande y va serpenteando sobre toda la plaza y sobre sus cabezas se divisan algunas estatuas de la Iglesia del Carmen mutiladas por el terremoto.
Trato, observando aquellas escenas, de ponerme en la piel de quién en apenas 10 segundos lo ha perdido todo. Trato de hacerme a la idea de cómo o qué escribir en aquél papel para explicar «mis daños», cuando estos son, para quién los vive en primera persona, tan grandes.
Tan fuerte es el impacto de aquellos pensamientos y reflexiones, que finalmente desisto de quitar un solo segundo a ese responsable para dedicarlo a mí y mis intenciones, que por muy loables y solidarias que puedan ser, siempre serán infinitamente menores que aquellos a los que la urgencia en la restitución de sus bienes tanto apremia. Es por ello que continúo con esta dolorosa visita, sin terminar de desprenderme del nudo de la garganta.
Voy deambulando por calles donde inevitablemente se van mezclando las sensaciones. Calles estrechas –de toda la vida– adornadas con plantas y macetas multicolores: geranios, gitanillas; pensamientos… en sus balcones cuidadas con mimo que dan un aire de alegría y hospitalidad, y que se ven mezcladas con multitud de escombros. La vida y el color junto a miseria y la destrucción, todo mezclado en un metro cuadrado. Quizá sea esta la mejor fotografía de la vida.
Finalmente y antes de regresar quiero ver dónde están las personas. Quiero ver los campamentos. Ver como las autoridades –todas– se han volcado con los afectados. Es muy difícil llegar, los accesos están restringidos. Vivimos en el país de la picaresca y desgraciadamente ni aún en la desgracia mayor algunos «saben estar».
Aun así consigo llegar al recinto, divisando previamente a modo de inequívoca señal las enormes tiendas de campaña de los militares formando «mares caquis», (en mis años las conocíamos como las Parker, muchos buenos y malos momentos vividos entre aquellas rígidas e inmensas lonas verdes).
Tras aparcar el vehículo a cierta distancia del lugar, me dirijo a pie mientras voy buscando con la mirada algo que capté mi atención. Ciertamente y en la medida que me aproximo mis ojos van reparando en el gran despliegue de material y personal que ante mí se aparece.
Tiendas de Campaña de todos los colores agrupadas por misiones o responsabilidades: Blancas de la Cruz Roja; Naranjas de Protección Civil; Verdes del Ejército (heroica Legión); tiendas Blancas de distintos Consulados; …
Trailers y camiones, unidades móviles y punto de conexiones para TV y otros medios de difusión.
La puerta del recinto custodiada por miembros de la Policía Nacional y empresas de seguridad privada. Decidido a pasar me dirijo hacía la entrada y a la pregunta ¿Qué desea?, ¿motivo del acceso? ¿tiene acreditación? La respuesta es clara, rotunda y sincera:
–No tengo acreditación, no soy prensa, solo quiero entrar para hacer un «particular» reportaje, tengo muchos amigos y quiero contarles lo que he visto.
–¡Pase usted! –es la respuesta.
Una vez dentro del recinto de nuevo el alma se derrumba. De nuevo la sensación de impotencia y tristeza. Es la hora de la comida o eso creo. Hay varias colas de personas –en su mayoría inmigrantes– que a pleno sol esperan. Dicen que están asignando unas pulseras para controlar a los damnificados de quienes llegados de otros lugares puedan no serlo. Aun así las escenas son impresionantes, mujeres con niños pequeños en brazos, hombres y mujeres hablando, callados, …
Me dirijo a la zona de las tiendas y calles entre ellas van formando, puertas de lona subidas frente a frente, separadas por unos metros. En ellas observo, teniendo la sensación de estar invadiendo con la mirada su forzada privacidad, personas sentadas en las literas preparadas al efecto; niños durmiendo bajo las atentas miradas de sus padres; otros jugando con un balón en el lateral de aquel improvisado hogar de lona: niñas que hablan con sus muñecas quizá contándoles aquello que aún no terminan de comprender.
Decido finalmente no hacer ninguna fotografía en ese lugar. Siento que estoy ocupando un lugar, una casa, (esto es lo que ese recinto es ahora para estas personas), a la que no he sido invitado. No deseo fotografiar el dolor o desconsuelo de una mirada. Prefiero quedarme con la esperanza de una pronta recuperación. Quiero que mis fotografías hablen de destrozos y daños… pero superables.
Salgo del lugar y en la puerta hay un pliego de papel pegado a la pared, donde se han ido dejando escritas las muestras de solidaridad y apoyo a estas personas. Y esto sí quiero captarlo. Todo lo escrito en ese trozo de papel por grandes y pequeños, por hombres y mujeres por blancos o negros, por españoles o extranjeros, todo quiero que sea captado por esta fotografía. Sin duda esta será la fotografía de la solidaridad. Con esta me quiero quedar.
Es hora de regresar. Han sido varias horas de intensa emoción. Horas donde ha habido una mezcla de emociones y sensaciones.
Donde he llegado a comprender, una vez más, la fragilidad del ser humano frente a los desastres naturales. Donde he sentido el poco valor que puede llegar a tener las cosas materiales. Donde he podido ver personas haciendo grupo y unidas en la tragedia pero confiadas en la recuperación. Personas que sienten las pérdidas pero que han decidido continuar con la mirada puesta en el nuevo mañana. Y por supuesto me marcho con el recuerdo compartido de las victimas (9 vecinos) que dejaron sus vidas entre los escombros.
Espero que estas letras, hayan hecho justicia al sentimiento que aquella mañana viví en Lorca. Sensaciones y emociones que fui descubriendo en cada calle y en cada mirada de cada persona con la que me crucé.
Quiero rendir con estas letras un sentido homenaje a las víctimas de esta tragedia y un sincero abrazo solidario a todos los vecinos y habitantes de esta bella y gran ciudad.
Juan A. Pellicer